Me crié en un barrio humilde de las afueras del sur de Madrid. Cuando tenía la edad de ocho años, los Reyes Magos de Oriente, me trajeron mi primera bicicleta y yo siempre estaba dando vueltas por el barrio, no importaba que hiciera frío o calor. Pronto hicimos una panda de amigos, cuya principal afición era esa, dar vueltas por el barrio con nuestras bicicletas, haciendo piruetas y alardes con ellas.
Teníamos ya 12 o 14 años, y a esa edad, ya estaban empezando a producirse cambios importantes en nuestros cuerpos, pensamientos, sentimientos y deseos. Nos gustaba llamar la atención de las chicas de nuestra edad, y todo hay que decirlo, a ellas también les gustaba llamar nuestra atención.
Me quiero centrar en un hecho concreto, referente a esto de llamarse la atención entre las chicas y los chicos. Recuerdo que el barrio tenía una pendiente, no muy pronunciada, pero pendiente al fin y al cabo. En una de las aceras había varias chicas sentadas en un banco, viendo como nosotros echábamos carreras con las bicicletas. En un momento determinado, estábamos bajando la cuesta, a bastante velocidad, y yo iba en primer lugar, los demás me seguían, pero iban más pendientes de mirar a las chicas que de mirar a la carretera. Por delante de mí, empezó a cruzar un perro, y yo no sabía sus intenciones, por lo que empecé a frenar mi bicicleta, el que venía detrás de mí, no se percató de mi maniobra, y rozó mi bicicleta, pero acabó perdiendo el equilibrio y aterrizó en el suelo, con las consiguientes rozaduras y quemaduras. Los que venían detrás , no pudieron evitar chocar con él, por lo que también acabaron en el suelo. Total, que allí me encontraba yo, de espectador, de pie, y observando tan dantesca escena, en la que por un lado no había nada más y nada menos que cuatro chicos revolcándose por el suelo, con sus respectivas bicicletas, y unas cuantas chicas, sentadas en un banco, frente a nosotros, partiéndose de risa. ¡ Qué vergüenza infantil que pasamos todos ese día !